El traje de la vida

Sofía Parra Casanova

Hace muchos, muchos años, vivía en un lejano pueblo un sastre que estaba terriblemente solo. Cada atardecer despedía al Sol como único compañero esperando una nueva jornada. Todos los días igual, la misma rutina; pero mayor era la nostalgia los días nublados que los días que el Sol resplandecía vigoroso en el firmamento. Durante la noche, tomaba por guardaespaldas a la Luna y refugiado en su manto estelar cavilaba qué hacer en sus momentos libres.

Vivía en un paraíso solitario, sin ruidos ni peleas pero tampoco en él había amor para compartir, risas o incluso el silbido de los pájaros al despertar el día. De manera tan sencilla y solitaria resurgía cada nuevo Sol. Así se le ocurrió una grandiosa idea en la que fue invirtiendo parte de su vida.

Día y noche trabajaba sin cesar, cumpliendo con lo que él decía ser su obligación, tejiendo hilo a hilo con sus manos sensibles y aterciopeladas, la seda o el algodón, combinando colores, para llegar a formar un cielo indefinido, un paraíso terrenal; cada hilo que hilvanaba era un paso hacia una nueva vida. Poco a poco iba superponiendo su amor e infatigable cansancio, su deseo de amar y sentirse amado.

Con la armonía y al mismo tiempo sencillez de estas transparentes uniones, de estas hebras de vida, se iba labrando un nuevo ser, con los valores de su maestro: con el amor, la bondad, la sencillez…

Tras mucho tiempo trabajando el sastre acabó sus dos primeros trajes, los progenitores de los siguientes. Éstos eran puros y tan hermosos que el hombre jamás hubiera imaginado existiese algo así: se vislumbraban en la oscuridad por tenebrosa que ésta fuera. Estaba orgulloso de su obra y confió que nunca perecería pero con el tiempo se deterioró, las lluvias cayeron sobre ellos y la humedad los quebró, los insectos abrieron en ellos pequeñas heridas, sin embargo, el buen sastre los remendó con sumo cuidado, aunque jamás volverían a ser iguales.

Sentía el agradecimiento de su obra, había creado la vida misma, la armonía y el equilibrio. La brisa que antes le acariciaba no era la misma, o quizás sí; sin embargo, lo que era diferente era el modo de sentirla, cómo las caricias transparentes desplegaban su belleza acaramelada, porque había regalado la vida a lo inexistente. Por todo ello, estaba tan contento que comenzó a crear más vidas, más vestidos.

Mientras la seda entrelazaba, la luz se abría paso entre las tinieblas y cuantos más vestidos elaboraba, menos solo se sentía.

En ocasiones, hizo espléndidos trajes que dejaban exhausto a cuan mortal los viese, su desmesurado colorido impregnaba de vida a esas personas bellas, cantarinas y sonrientes, alegres y sinceras. Un cúmulo de verdades se mezclaba formando una persona auténtica que demostraba la entrega y esfuerzo que en ella habían puesto.

Sucedía que algunos eran de colores oscuros, que por más que los deshacía y reanudaba, los modificaba o limpiaba cuidadosamente, no recobraban la fortaleza ni el color con que eran hechos; estas vidas se fueron deteriorando con los años, eran envidiosos, avaros y soberbios, pero no intentaban mejorar su comportamiento.

Otros que el sastre no pudo terminar o se rompieron por tal punto que no existía remiendo alguno que los salvase, fueron vidas con algún problema, agradecidas al sastre porque valoraban el entusiasmo con que las había hecho a pesar de ser personas con almas mutiladas; a algunos les faltaba un brazo, otros sufrían inmovilidad; todos tenían algo por lo que su vida se les hacía más difícil, pero no se daban por vencidos y seguían luchando.

Había también otros atuendos, vestidos muy cuidados y queridos por el maestro porque aunque no destacaban por su belleza, eran resistentes. Sin embargo, estas vidas muchas veces se sentían rechazadas por su sinceridad o bondad; dichos motivos le impulsaron a depositar su confianza en los sencillos, en los débiles y sobre todo en aquellos trajes que lo necesitaban.

El sastre, nunca se cansó de elaborar obras de arte, a las que quería y trataba como sangre de su sangre; tanto a los vestidos bonitos como a los feos, a los agradecidos o no, a los colores oscuros o a los brillantes, porque él no era rencoroso con los desagradecidos; al contrario, su ley era el amor.

Cada tarde, daba gracias a la monotonía por haberle inducido al entretenimiento; pero no se olvidó del Sol o de la Luna, sus íntimos confidentes; ahora cada atardecer era un nuevo resurgir. La soledad se había convertido en amor, un amor que llamaba a cada persona, un amor indestructible. Lo que antes era una ínfima partícula del Universo, ahora era un alma correteando por los verdes prados contagiando la pandemia de la felicidad.

Jamás se volvió a sentir triste o solitario y ese lejano pueblo se hizo día a día más cercano, más familiar; pudo así comprobar que unos cuerpos son como flores, otros como puñales, otros como cintas de agua.

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