Luis Rosales, la fe intimista de un poeta

En el Centenario de su nacimiento

Honda espiritualidad y belleza estética. Es la definición del testamento literario de Luis Rosales, un poeta que escribió una obra admirable, una obra que creyó en Dios y en Cervantes, en la libertad y en el hombre. La biografía afirma, fríamente, que nació en Granada el 31 de mayo de 1910 y murió en Madrid el 24 de octubre de 1992. Pero el calor de la amistad, de la admiración, señala que “su vida enriqueció el contenido del corazón de la poesía española del siglo XX, y sus libros le abrieron una puerta a la poesía del siglo XXI”, como dice el poeta Félix Grande.

Hoy, el nombre de Luis Rosales surge de nuevo y vuelve para quedarse. Y ese acto de justicia con uno de los poetas más importantes del siglo XX viene de manos de la celebración del centenario de su nacimiento, que ha comenzado con un homenaje en el Archivo Histórico Nacional, organizado por la Sociedad Estatal de Conmemoraciones Culturales (SECC) bajo la dirección de Félix Grande. “El centenario permitirá su definitiva resurrección –afirma–. Los cien años lo situarán como uno de los más grandes del siglo pasado, alguien que cada vez es más seguido por la gente joven”. Rosales es el poeta esencial de la generación del 36, premio Cervantes en 1984, un clásico contemporáneo, condenado al silencio por unos y otros.

Dios, morada espiritual

El filólogo Fernando Sánchez Alonso afirma, hablando de la Guerra Civil, que “será ésta una guerra que no sólo dejará a España con olor a pólvora y a hambre, sino que dividirá a los poetas en dos bandos y en dos estilos. Por un lado, están aquéllos que se rebelarán contra Dios esgrimiendo una poesía jaranera, hermosa y temeraria, como Blas de Otero, y, por otro, los que lo juzgarán como morada espiritual en que cobijar la tinta dolida de sus versos”. Y es aquí en donde se inserta Rosales, de un catolicismo intimista y verdadero, entre una “espléndida floración de poetas religiosos”, como afirmó Antonio Blanc en Crónica de la increencia en España. Entre ellos, Leopoldo Panero, Luis Felipe Vivanco, Dámaso Alonso o José María Valverde, reunidos en torno a la revista falangista Escorial y, más tarde, en Cruz y Raya. La generación de la “penumbra” la han llamado unos, la “truncada”, otros, generación, en todo caso, condenada al silencio. Antonio Sánchez Zamarreño ha escrito sobre “El Dios de Luis Rosales”, y ha dejado clara su dimensión religiosa, situándolo como referente indiscutible de la poesía sacra contemporánea.

Desde Abril, su poemario juvenil publicado en 1935, y Retablo sacro del nacimiento del Señor –el segundo, en 1940– hasta La casa encendida, su gran testimonio existencial y religioso, de honda serenidad y dolor remansado, pasando por las Rimas que habrían atravesado el vacío existencial y la desnudez moral propias de la posguerra, con un tono, en todo caso, menos angustiado que voces como la de Hijos de la ira, de Dámaso Alonso. Poemas como Misericordia están empapados de sentimiento divino y búsqueda de perfección formal. En él, Dios es “presencia sin instante”, “nieve absoluta y primera”, “amor sin determinaciones”, “playa de soledades”, “luz rendida”, “advenir sosegado”, “pura brisa sin norma”, y, con todo ello, esperanza y misericordia. Ernestina de Champourcin afirmaba de él en Dios en la poesía actual que “si en algunos poemas de Rosales encontramos un acento afín al de Panero, en otros vibra un gozo especial, una alegría clara que coincide casi siempre con temas donde se enciende un ingenuo y sincero júbilo religioso”. El mismo que se puede leer en De cuan graciosa y apacible era la belleza de la Virgen nuestra Señora o en los poemas de Retablo sacro del nacimiento del Señor.

(Fuente: Juan Carlos Rodríguez en Vida Nueva, nº 2703)

Fragmento de su obra La casa encendida (1949):

Ahora que estamos juntos
ahora que ha vuelto la inocencia,
y la disposición visceral de estas paredes,
ahora que todo está en la mano,
quiero deciros algo, quiero deciros algo.
El dolor es un largo viaje,
es un largo viaje que nos acerca siempre,
que nos conduce hacia el país donde todos los hombres son iguales,
lo mismo que la palabra de Dios, su acontecer no tiene nacimiento, sino revelación,
lo mismo que la palabra de Dios, nos hace de madera para quemarnos,
lo mismo que la palabra de Dios, corta los pies del rico para igualarnos en su presencia,
y yo quiero deciros que el dolor es un don
porque nadie regresa del dolor y permanece siendo el mismo hombre.
Todo llega en la vida por sus pasos contados,
la primavera y el verano, la ignorancia y la lluvia,
porque no hay nada gratuito,
no hay alegría, por pequeña que sea,
que no tenga que conseguirse
como la hormiga testaruda lleva su carga tronco arriba;
no hay alegría, por importante que nos parezca,
que no termine convirtiéndose en ceniza o en llaga,
pero el dolor es como un don,
nadie puede evitarlo,
las esperanzas, el amor, el dinero,
todos los bienes terrenales,
todos los bienes que llegan, o no llegan, en la vida ya el humo de las velas
siempre están contenidos por él y son igual que pájaros que vuelan sobre el mar,
y son igual que pájaros,
por más y más que vuelen nunca se apartan de su fin.

Ahora que estamos juntos
y siento la saliva clavándome alfileres en la boca,
ahora que estamos juntos
quiero deciros algo,
quiero deciros que el dolor es un largo viaje,
es un largo viaje que nos acerca siempre vayas a donde vayas,
es un largo viaje, con estaciones de regreso,
con estaciones que no volverás nunca a visitar,
donde nos encontramos con personas, improvisadas y casuales,
que no han sufrido todavía […]

pero el dolor es la ley de gravedad del alma,
llega a nosotros iluminándonos,
deletreándonos los huesos,
y nos da la insatisfacción que es la fuerza con que el hombre se origina a sí mismo,
y deja en nuestra carne la certidumbre de vivir
como han quedado las rodadas sobre las calles de Pompeya.
Es el miedo al dolor y no el dolor quien suele hacernos pánicos y crueles,
quien socava las almas
como socavan la ribera las orillas del río,
y yo he sentido su calambre desde hace mucho tiempo,
y yo he sentido, desde hace mucho tiempo, que el curso de sus aguas nos arrastra,
nos mueve las raíces sin dejarnos crecer,
y nos empuja, y nos sigue empujando hasta juntarnos
en esta habitación que es ya un rescoldo mío,
en esta habitación en donde las baldosas se levantan un poco
y ya no vuelven a encajar en su sitio
como la tierra removida ya no cabe en su hoyo:
tal vez a nuestro cuerpo le ocurra igual…

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