Yo también me conformo con que los alumnos lleguen a Secundaria sabiendo leer y escribir

* Guzmán Pérez

Decía uno de mis profesores de la facultad —citando a su vez a un catedrático suyo, si mal no recuerdo— que le bastaba con que sus alumnos llegasen a la universidad sabiendo leer y escribir. Nada más. Y nada menos. Leer y escribir. Dos décadas después, y ahora como profesor de filosofía de adorables e incomprendidos adolescentes, para mí aquella sentencia ha ido cobrando cada vez más fuerza. Me paso muchas horas al año leyendo. Horas dedicadas a leer y corregir exámenes, disertaciones o comentarios de texto. Horas invertidas en desgranar los entresijos de los textos filosóficos para que mi alumnado se adentre en ellos con soltura. Horas en las que me pregunto cómo lograr que mis queridos estudiantes —que, salvo honrosas excepciones, leen bastante poco fuera de lo académicamente establecido— comprendan un texto a fondo, o se expresen con un mínimo de corrección, claridad, fluidez y precisión. Sin faltas de ortografía. Haciendo pausas, poniendo puntos y comas. Elaborando su propia argumentación con lógica y con orden. Sin copiar de internet, y sin que ningún ChatGPT haga el trabajo por ellos. Y, visto lo visto, yo también me conformaría con que los alumnos llegasen a la Secundaria o al Bachillerato sabiendo leer y escribir.

Hace varias semanas se publicaban los resultados del nivel de comprensión lectora del alumnado español, de los que no podemos presumir demasiado. El último Estudio Internacional para el Progreso de la Comprensión Lectora (PIRLS, por sus siglas en inglés) mostraba que los estudiantes de Primaria de nuestro país han retrocedido significativamente en comprensión lectora desde 2016. Estamos por debajo de la media de los países de la OCDE, y con porcentajes muy bajos de «lectores de nivel avanzado», es decir, con muy pocos alumnos brillantes. Ante tales frutos de nuestra enseñanza básica, la reacción generalizada ha sido la de achacarlos a la pandemia, a los meses sin escolarización presencial que tuvimos que padecer en 2020. Pero me temo que el descenso de nivel viene de más atrás, y no se puede simplificar tanto. Merece una reflexión profunda sobre muchos factores y actores que han contribuido a que lleguemos a este punto. En Suecia, por ejemplo —con unos resultados no tan bajos como los nuestros— las autoridades educativas están investigando las posibles causas y se han dado cuenta de que lo de las pantallas en clase se les ha ido de las manos. Por eso han anunciado que reducirán su uso en el aula y el regreso —con inversión incluida— de los libros de texto en papel. Nuestros vecinos franceses anunciaron hace unos meses que iban a reforzar la práctica del dictado y la escritura a mano en todas sus escuelas primarias. Porque lo esencial es leer y escribir. Eso es lo que permite al estudiante abrirse a otros conocimientos, y mejorar progresivamente su aprendizaje, en todos los ámbitos. Además, como recuerda una y otra vez la doctora en Educación Catherine L’Ecuyer, no hay estudios serios que demuestren los efectos positivos de las pantallas en el aprendizaje. Más bien al contrario. Porque, entre otras cosas, delante de una tableta o un portátil no es posible alcanzar el mismo nivel de concentración, de atención sostenida o de comprensión profunda que se puede lograr con el libro de texto o frente a una hoja de papel. Porque la tecnología no es neutra —como tampoco lo es un cuchillo jamonero— y menos en manos de los niños. Desterrar los libros del aula, y encima hacerlo como signo de modernidad y progreso educativo, ha sido una política tan extendida como insensata, y de la que ya estamos viendo sus efectos. Lo que no tengo claro es que en España vayamos a recular tan pronto como en el país escandinavo. Más bien nos haremos los suecos y seguiremos apostando por el mismo modelo, no vaya a ser que nos tachen de anticuados.

Por si esto fuera poco, a los profesores de toda nuestra geografía nos ha caído del cielo la inexorable necesidad, o más bien la imperiosa obligación, de certificar nuestra competencia digital docente a través de cursos y acreditaciones semejantes a las de los idiomas y el plurilingüismo. Para los docentes españoles, el maná de los fondos europeos ha llegado en forma digital, que no por ser virtual y tecnológico se nos está haciendo más ligero ni apetitoso. De los creadores del modelo bilingüe que lo ha ido invadiendo todo, llega ahora a nuestras pantallas —nunca mejor dicho— la competencia digital, una amalgama de saberes que todo docente decente y moderno debe atesorar para su práctica educativa. Porque ya sabemos que la letra con sangre no entra, pero con tableta y muchas apps, sí. Bueno, excepto en Suecia, que se lo están pensando.

Hace un par de meses tuvimos que solicitar colegio para mi hija mayor. Una tarea mucho más ardua de lo que pensábamos. Durante las semanas previas a la presentación del papeleo, recorrimos varios de los colegios de la ciudad para tomarles el pulso e intentar afinar lo más posible en nuestra decisión. Asistimos a interminables jornadas de puertas abiertas para comprobar que en muchos de ellos nos vendían la tecnología, las pantallas, los libros digitales o la robótica como elementos casi omnipresentes en la actividad del aula. Incluso para los alumnos de Infantil. En la sociedad estamos rodeados de pantallas, te dicen, por eso no podemos aislarles de ese mundo. Debemos educarles en el buen uso de esas herramientas, y para eso tenemos un programa supercompleto de digitalización de las aulas. Cuando después les dices en privado que los alumnos llegan a Secundaria con un nivel de comprensión lectora más que justito, te dan la razón y te dicen que eso es fundamental, y que ellos lo potencian mucho. Pero antes de preguntarles apenas te habían dicho nada al respecto. Y no porque no lo consideren esencial, sino porque el pensamiento único de la innovación educativa les ha impuesto una agenda de la que casi es imposible sustraerse. Porque las leyes educativas lo favorecen cada vez más, igualando a todos por abajo y vendiéndose al falso dilema de las competencias frente a los conocimientos. Y porque las empresas tecnológicas nos han sabido vender muy bien una enseñanza basada en sus productos, no en verdaderas convicciones pedagógicas.

Me resisto a ceder a la falaz máxima de que lo innovador siempre es mejor que lo antiguo, solo por el hecho de ser nuevo. Y también a la consigna de que lo importante es que el muchacho salga preparado para el mercado laboral, que es el que manda. Aunque sea incapaz de expresarse correctamente o de comprender un texto. Aunque no acierte a elaborar mínimamente un pensamiento propio, con matices, más allá de los tópicos o los eslóganes de trazo grueso. Aunque al final, cuando tenga que presentarse a la EvAU o a una oposición, tenga que memorizar cientos de páginas sin comprender la mitad. Ahora son nativos digitales y estamos en la Educación 3.0, hombre. Para qué van a necesitar libros, teniendo tabletas. Eso son cosas trasnochadas, dicen. Cosas de la escuela antigua. Para qué van a estudiar ciertos contenidos, si basta con buscarlos en internet. Incluso algunos ministros han llegado a afirmar cosas similares, demostrando que no saben distinguir entre información y verdadero conocimiento. De qué les va a servir comprender la hondura filosófica de un diálogo de Platón, o la belleza metafórica de unos versos de Machado, o la crítica política y social de un artículo de Larra. Eso no les va a dar de comer, y además cuando terminen su etapa de estudiantes no se van a acordar de nada. Nos lo dijo, así tal cual, el director de uno de los colegios que visitamos y que después descartamos para nuestra hija. Y nos lo recuerdan los gurús educativos —esos que se forran dando clases magistrales en grandes congresos sobre nuevas metodologías—: lo importante es que los motivemos mucho para que vengan felices al colegio. Y que cumplan sus sueños. Aunque sean los mismos de todos, los que marca la rueda imparable de la economía.

A veces me sorprendo a mí mismo en medio de esa incomprensión lectora. No entiendo nada. No entiendo por qué hemos vendido la maravilla de la lectura y la escritura tan barato. Por qué en las escuelas —y en las familias— hemos creído que lo atractivo, lo rápido e hiperestimulante era lo mejor para nuestros hijos. Por qué hemos escuchado los cantos de sirena que nos apartaban de una de las más maravillosas creaciones humanas: el lenguaje. Es que la tecnología tiene muchas posibilidades, dice el mantra de la educación digital. Lástima que por eso les estemos privando a los más jóvenes de las infinitas posibilidades que tienen los libros, y el conocimiento poderoso que pueden sacar de ellos gracias a buenos y sabios maestros. Que los hay.

Leer y escribir. Yo solo quiero que mis alumnos (y mis hijas) sepan leer y escribir. Con todo lo que eso implica. Porque gracias a eso podrán disfrutar de miles de aventuras e historias, o comprender y resolver un problema matemático, o elaborar sus propios razonamientos con soltura, o valorar todo aquello que requiere tiempo pausado y atención, o expresar con precisión su pensamiento, o ponerle nombre a sus vivencias profundas, o hablar en público con riqueza de vocabulario, o aprender a través de la lectura montones de conocimientos que les harán más sabios, más críticos y más libres. «Lee y conducirás, no leas y serás conducido», reza una frase atribuida a Santa Teresa de Jesús. Hasta ahí puedo leer.

* Guzmán Pérez es profesor de Filosofía

(artículo publicado en ABC para suscriptores: https://www.abc.es/opinion/guzman-perez-conformo-alumnos-lleguen-sabiendo-leer-escribir-secundaria-20230613050416-nt.html)

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